El desplazamiento o migración forzada es un evento que irrumpe violentamente en la continuidad de la vida de una persona, de una familia o de un colectivo. A diferencia de un migrante que decide alejarse de su entorno en búsqueda de nuevas oportunidades en otra sociedad como parte de su proyecto de vida, el migrante forzado se ve obligado a escapar de su lugar de origen por causas sociales, políticas, culturales diversas: guerras, conflictos sociopolíticos, persecución del Estado, represión por convicciones religiosas, identidad de género, discriminación étnica, o por razones de supervivencia por el rotundo fracaso del Estado en su papel protector de la ciudadanía, etc., situaciones todas que atentan seriamente contra la integridad física y psicológica de las personas. Al hacerlo rompen la continuidad de un delicado balance de procesos psicológicos, familiares y sociales que cada persona migrante hasta entonces sostuvo en su vida. Así, la gran mayoría de personas venezolanas con las que conversamos, siempre con la añoranza de los tiempos perdidos, nos hablan de la gran precariedad del Estado venezolano para generar condiciones mínimas de bienestar para la población; padres y madres nos cuentan que no les alcanzaba el sueldo para la alimentación y la salud de sus familias; los jóvenes, por su parte, sin posibilidades de soñar con un futuro.
La migración forzada produce sentimientos de pérdida, un profundo vacío en el psiquismo. Se alivia, un poco, por la ilusión y la esperanza de comenzar de nuevo en una sociedad de acogida que les permita una vida digna. Los migrantes tienen que dejar a sus familiares, renunciar a aquello que construyeron poco a poco, tienen que dejar los lugares en los que creció, las comidas que disfrutó desde pequeño, sus modos culturales de ser con los otros. El duelo producto de una migración forzada es un estado mental en el que se sobrelleva tristeza, ansiedad, sentimientos de injusticia, de añoranza hacia el pasado, de frustración en el presente. Pero, a cambio de una esperanza por el bienestar futuro, el migrante está dispuesto a abrazar la ortiga del duelo migratorio. Dos años de pandemia y una lenta recuperación del aislamiento social en lo que va del año, han sido vividos con desesperanza aumentando el dolor provocado por la ortiga del desempleo, la pobreza extrema y el duelo de no estar con los suyos.
A diferencia de las primeras olas migratorios venezolanas, más pausada y mejor planificada, entre 2012- 2016, la masiva migración de venezolanos ocurrida entre 2017 y 2021 encontró una sociedad de acogida como la peruana, con una institucionalidad precaria, un plan migratorio casi inexistente y poco acostumbrada a asimilar una migración extranjera numerosa. En el Censo de octubre de 2017 se contaron 60,949 personas venezolanas, un año después, en el 2018, en un pico estadístico abrumador, saltó a 630 715, y en el 2019 a cerca de 900,000. Según cifras de ACNUR (2021) actualmente se estima en un millón cinco mil personas venezolanas en el territorio nacional. Aunque sabemos que esta cifra es mayor por el ingreso de personas indocumentadas
Recordamos con estupor los dramáticos reportajes de miles de familias venezolanas, casi la mitad de ellos con niños y niñas, entre finales de 2017 y a lo largo de 2018 y 2019 en el CEBAF de Tumbes. Como en otras oportunidades históricas, la institucionalidad peruana fue desbordada por el fenómeno social y tuvo directa responsabilidad para que la respuesta del entorno convirtiera “a los extranjeros” en una población amenazante y estigmatizada. Hoy en el 2022, el CEBAF luce prácticamente vacío y no porque el problema migratorio se haya resuelto. Los requisitos para el ingreso por el CEBAF plantean formalidades que “los caminantes” – personas venezolanas que atraviesan a pie, o en autobús por algunos tramos y luego caminan por las fronteras y ciudades de Colombia y Ecuador y llegan a nuestra frontera – no podrán cumplir. Los “caminantes” siguen llegando al Perú en menor proporción que los años previos a la pandemia. Algunos seguirán su camino hacia Chile, otros seguirán su camino por Centroamérica rumbo a Estados Unidos.
En Perú, según el INEI (2020), la concentración de la población migrante venezolana se da, principalmente, en los departamentos de Lima (75%), La Libertad (6.4%), Arequipa (3.1%) y Piura (2.6%). Observando de cerca el perfil migratorio venezolano, aproximadamente, el 75% se encuentra entre los 15 y 44 años. Mientras que los hombres venezolanos se dedican, en mayor medida, a ser conductores de vehículos, albañiles, operadores de máquinas y porteros; las mujeres venezolanas se desempeñan, principalmente, como limpiadores y asistentes domésticos, ayudantes de cocina y vendedoras. El “Diagnóstico participativo” (CAPS, 2020) brinda información sobre las mujeres migrantes venezolanas e indica que la gran mayoría se encuentra en condiciones de vulnerabilidad. Las mujeres de la muestra son solteras (46%) o tiene una pareja estable (51.5%) tiene educación secundaria o superior (más del 90%). Estas condiciones sociodemográficas se asocian a que 48% son “amas de casa”, 76% no tiene trabajo, 16.9% ha recibido violencia psicológica, 12.3% ha sufrido ataques xenofóbicos y 12% ha sido violentada físicamente. Las mujeres venezolanas se están quedando en sus casas dependiendo económicamente de las parejas, lo que agudiza sentimientos de fragilidad, tristeza, dependencia emocional, emociones agresivas y exposición a la violencia de pareja. Muchas de ellas sienten que tienen que quedarse en casa atendiendo a los hijos, que, por la pandemia y el cierre de las escuelas públicas, también estuvieron encerrados en sus viviendas. Se perciben como que no tienen muchas alternativas, el trabajo informal no alcanza para cubrir los gastos básicos con la amenaza constante de no tener los medios para alimentos o el pago del alquiler de la vivienda.
El estado de la salud mental de esta población es preocupante. De acuerdo con cifras del INEI, en agosto del 2019, el 27% de los migrantes que llegaba a Perú presentaba indicadores de depresión, mientras que el 33% presentaba señales de ansiedad. En el “Diagnóstico participativo con mujeres migrantes venezolanas” (CAPS, 2020) encontró que el 95% de las mujeres presentaba más de 3 indicadores ansioso- depresivos y más del 50% padecía de un síndrome clínico depresivo-ansioso. Este alto porcentaje de mujeres tiene que afrontar su vida diaria con dificultades de sueño, ansiedad, tristeza, cansancio, desesperanza, irritabilidad, dolores de cabeza, limitando de manera destacada sus capacidades de integración al entorno de acogida.
CAPS, en el 2022, ha realizado un “Diagnóstico sobre la situación de salud mental de los migrantes y refugiados venezolanos en Lima y Tumbes” (en proceso de publicación). En este estudio con más de 300 personas venezolanas encuestadas y entrevistadas en Lima y Tumbes se corrobora la preocupante situación de la salud mental del migrante venezolano: el 47% tendría un síndrome ansioso-depresivo y de cada 100 personas, 15 han tenido ideas de acabar con su vida en el último mes.
¿Cómo afrontamos el enorme desafío de brindarles servicios básicos a la población migrante, y entre ellos, servicios de atención a su salud mental?
El actual gobierno no tiene una política migratoria que ayude a la integración de los desplazados forzados a nuestra sociedad. Por el contrario, las declaraciones de sus funcionarios con frecuencia son hostiles y estigmatizantes. Sin embargo, instituciones públicas atienden a personas venezolanas documentadas que solicitan servicios como el MINSA a través de sus centros de salud y centros de salud mental comunitaria, el MIMPV a través de sus centros de emergencia mujer, o el MINEDU a través de sus centros educativos para los menores. Desde sociedad civil, ONGs como CAPS con apoyo de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y su red de instituciones socias, así como otras instituciones de ayuda humanitaria buscamos atender las necesidades de sobrevivencia, salud mental e integración a nuestra sociedad de la población migrante y refugiada.
Enfocarse en la salud mental del migrante no es sólo ocuparse de las dolencias o alteraciones en sus estados de ánimo, problemas interpersonales y conductas. Es ayudar a personas, familias y comunidades que están dispuestas a estrujar sus vidas con la ortiga del duelo y la discriminación con la finalidad de recuperar la continuidad de sus proyectos y lograr un bienestar en sus vidas. Percatarse del tremendo potencial del migrante que tiene el deseo de salir adelante reconstruyendo sus vidas en nuestra sociedad requiere que los peruanos y peruanas nos quitemos los prejuicios y temores ante lo diferente; requiere de un Estado que establezca políticas públicas eficaces para canalizar el flujo migratorio hacia áreas productivas que nos beneficie a todos; requiere el trabajo conjunto como sociedad para sumar e integrar al migrante en nuestras comunidades.
Escrito por Carlos Jibaja Zárate. Psicólogo y Psicoterapeuta. Director de Salud Mental del Centro de Atención Psicosocial (CAPS). 29 de agosto de 2022. Artículo publicado en la Revista Ideele N°304. Julio – Agosto 2022. Fotografía: siemprevenezuelaweb.com/.